Los mercados financieros siguen moviéndose al ritmo de las tensiones geoestratégicas y su impacto sobre el ciclo económico… hasta que llegan los bancos centrales y anuncian que están dispuestos a implantar nuevas medidas de estímulo. Y lo pueden hacer porque la inflación sigue sin aparecer.
Un crecimiento de los precios en tasa interanual en el rango 1,0%-2,0% está por debajo del objetivo de los bancos centrales (2,0%) y, desde luego, es inferior a lo que se podría esperar teniendo en cuenta que se acumulan ya muchos trimestres de expansión económica (en EE. UU., 40 cuartos, en la fase de crecimiento ininterrumpida más larga de su historia).
¿Por qué no hay inflación? De momento, no existe consenso, pero se va generalizando uno que considera que son factores estructurales los que están detrás y que, por lo tanto, la inflación va a seguir baja durante mucho tiempo (y, con ello, los tipos de interés).
¿Cuáles son estos “factores estructurales”? En primer lugar, la intensificación de la globalización y la incorporación a las cadenas productivas y de valor de nuevas economías emergentes con costes de producción más bajos. En segundo lugar, el avance exponencial del proceso de innovación tecnológica, en especial de los últimos 10 años. Las ganancias de productividad que se derivan de este avance tecnológico generan la capacidad de satisfacer un aumento de la demanda sin que se presionen al alza los costes de producción. O de atender esa demanda (no es necesario que aumente) utilizando mucho menos recursos (entre ellos, humanos). En tercer lugar, el incremento de la esperanza de vida. Y es que la longevidad no sólo tiene impacto sobre el gasto público (aumento), sino también las dinámicas de consumo y de ahorro de los ciudadanos. A medida que se incrementa la longevidad cae la propensión marginal al consumo y aumenta la del ahorro, con el consiguiente efecto sobre la inflación (a la baja: Japón como el caso más claro). Y, por último, la credibilidad ganada por los bancos centrales a la hora de combatir las expectativas inflacionistas. Durante los últimos 40 años, las autoridades monetarias han luchado por conseguir que todos los agentes económicos interioricen unas expectativas de estabilidad de precios.
La inflación era un (tal vez el principal) desequilibrio macroeconómico en los ochenta y en los noventa. Este logro, que sin duda es positivo, puede llevarnos a una situación controvertida: sería paradójico que los bancos centrales fueran víctimas de su propio éxito: tanto tiempo luchando por conseguir imponer unas expectativas de estabilidad de precios y, ahora que lo logran, tengan que esforzarse aún más por elevar las expectativas inflacionistas de todos los agentes.
Si no hay inflación, los bancos centrales pueden estimular la economía, en especial, la Reserva Federal de EE. UU. (Fed), dado que sus tipos de interés se sitúan en el 2,5% (tras las subidas aplicadas desde diciembre de 2015). Menos margen tiene el BCE, al menos en la vertiente convencional, dado que el tipo de intervención está en el 0,0%. La vía de actuación se encuentra en una potencial reactivación del programa de compras de bonos (el denominado APP).
Sea de una forma u otra, la verdad es que los mercados reaccionan positivamente, otorgando credibilidad a que los bancos centrales serán capaces de compensar cualquier impacto negativo sobre el ciclo de las tensiones comerciales. Eso, o que las tensiones no van a ir más allá (como parece desprenderse de la cumbre del G20) y que su reflejo negativo sobre el crecimiento del PIB mundial será de apenas unas décimas.
Las bolsas suben y, en especial, los sectores growth, esto es, los más expuestos al ciclo económico y los que presentan una mayor capacidad de crecimiento de sus beneficios. En sentido contrario, sectores más tradicionales, y con alto peso en los índices europeos (de ahí el peor comportamiento relativo del Eurostoxx 50 y, sobre todo, del Ibex 35) como bancos o petroleras, son el lastre.
En la lucha entre growth (compañías caras, pero que consiguen incrementos de los beneficios) y value (compañías baratas, pero con un claro menor dinamismo en su cuenta de pérdidas y ganancias) el ganador está siendo estos últimos años, las primeras. El contexto de bajos tipos de interés (en mínimos históricos) y de elevadas exigencias de capital regulatorio es muy negativo para anticipar crecimientos sostenibles de la rentabilidad de los fondos propios de las entidades bancarias (del orden del 7% frente al 12% del conjunto del mercado). No es un problema de solvencia (de ahí que sobreponderemos renta fija financiera subordinada) pero sí de rentabilidad (y, por ello, infraponderamos las acciones bancarias).
Escribe un comentario
Tu comentario será revisado por nuestros editores antes de ser publicado. Tu email nunca será publicado.