Puede que no quede tan lejos un escenario como el que proponemos en nuestro titular. Esta cuestión, que muchos pueden calificar de intervencionismo (quién es el Estado para obligarme a ahorrar), puede que no sea una propuesta tan descabellada. Son distintos los países que han implantado sistemas que imponen total o parcialmente a los trabajadores la obligación de que parte de sus ingresos se destinen a capitalizar un fondo que será su garantía de futuro. Insisto, a muchos puede parecerles una aberración pero vamos a ponernos en el supuesto contrario. Vivimos en una sociedad -la española- de las más envejecidas del mundo y las previsiones son demoledoras. Esta realidad es incuestionable y sus consecuencias no son ajenas a nadie con un mínimo de sentido común: si cada día hay más jubilados, la nómina de pensiones a abonar será cada vez mayor. ¿Hasta dónde será capaz el Estado de aguantar esta situación?.
Los ciudadanos siempre apelamos a la libertad de decisión ante las imposiciones forzosas pero vamos a ver un caso concreto en el que ese ejercicio de libertad individual puede suponer una imposición al resto de la Sociedad. Convendremos todos que una de las funciones clave del Estado es garantizar la paz social y ésta no sería posible en un futuro en el que los ingresos no permitieran, ni de lejos, afrontar los pagos a quienes abandonan el mercado laboral. Dicho de otro modo, ¿qué pasaría si el número de jubilados alcanzara un nivel tal que no se pudieran pagar las pensiones o su cuantía no garantizara siquiera las necesidades más básicas (algo que, de otro lado, aunque con matices, ya ocurre hoy)?.
Esta situación nos conduciría a un estado de tensión social porque no sería tolerable que una parte importante de la población no tuviera cubiertas sus necesidades más básicas pero, y si efectivamente no hubiera dinero para cubrirlas, ¿qué hacemos?. Seguramente que lo que cualquier Estado haría sería recurrir a la única fuente de ingresos que parece no agotarse nunca: los impuestos. En este caso, recurrir a los ingresos de unos para hacer que otros puedan cubrir sus necesidades tampoco parece lo más justo, porque entonces estaríamos dando por sentada la injusticia a que antes aludíamos. La imprevisión de los ciudadanos de hoy sería el castigo, vía impositiva, de los trabajadores del mañana.
La sociedad actual debe ser plenamente consciente de la insostenibilidad del modelo actual. Si aun siéndolo no pone remedio, (dentro de las posibilidades de cada uno, obviamente) estaremos asumiendo una injusticia a futuro: cuando esta sociedad alcance la edad de jubilación y no haya fondos, serán los trabajadores de aquel momento quienes deban asumir el sobrecoste. ¿No sería igualmente injusto que, ante una evidencia preclara de lo que habrá que asumir a futuro, no se adopten medidas para poner remedio hoy?.
El problema es bastante más serio. Nuestro sistema de pensiones es de reparto y no de capitalización, por lo que las variaciones que sufra el mercado laboral son fundamentales para saber si con las cotizaciones de determinado momento se podrán abonar las prestaciones a los jubilados. La evolución del mercado laboral es una variable que desconocemos a futuro y sobre la que no podemos realizar más que conjeturas, pero la evolución de la nuestra pirámide poblacional es mucho más que una proyección, es una certeza inexorable ante la que cerrar los ojos es el mayor de los suicidios.
Un sistema de capitalización personal acabaría con muchos de estos problemas, porque la hucha que año a año fuera constituyendo cada trabajador sería la garantía de que el sistema y su sostenibilidad no dependieran en exclusiva del ciclo económico que atraviese el país. Pero, ¿cómo se transforma un sistema de reparto en uno de capitalización? O, dicho de otro modo, ¿quién le pone el cascabel al gato?. Porque lo que es evidente es que un cambio de modelo como ése sería a todas luces injusto para una o varias generaciones, que tendrían que compatibilizar sus aportaciones para que el sistema actual siga su curso (y por tanto los jubilados actuales sigan cobrando) con el ahorro finalista destinado a percibir cuando alcancen su propia jubilación.
La cuestión es, por tanto, muy compleja, algo que no hace sino poner de manifiesto que el problema está ahí, que no podemos cerrar los ojos ante una realidad que acabará llegando sí o sí. Así pues, podemos compartirlo o no pero quizá no esté tan lejos el día que, como planteábamos al inicio, nos obliguen a ahorrar para la jubilación. Lo que no se puede poner en duda es que el ahorro se antoja un elemento central en la sostenibilidad del sistema por lo que a día de hoy sería deseable es un esfuerzo por parte de la Administración en dos sentidos. De un lado, en la labor de concienciación social para abrir los ojos de los ciudadanos ante un problema al que nadie debe ser ajeno, y, de otro, en la incentivación de las decisiones de ahorro a largo plazo.
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