La falta de tino de la Ley de Dependencia no es ningún secreto. Las discrepancias entre los gobiernos Central y autonómicos, las desigualdades en el reparto entre comunidades autónomas, el hecho de que las prestaciones económicas hayan primado sobre las asistenciales o las idas y venidas con el tema de los cuidadores no profesionales son sólo algunas de las taras del sistema que, ya desde su arranque, mayor repercusión mediática han tenido.
Y seguramente buenas intenciones no faltaron a la hora de elaborar la ley, ni a día de hoy al aplicarla. Sencillamente, se han superado exponencialmente el número de casos previstos y los recursos destinados a la prevención, valoración, búsqueda y puesta en marcha de las ayudas son insuficientes. Y, especialmente, existe un problema de financiación, a pesar de tratarse de una partida presupuestaria importante.
La crisis económica, obviamente, no contribuye a mejorar el panorama y, dado que las necesidades que surgen con la situación de dependencia precisan, en mayor o menor medida, de un desembolso adicional, el esfuerzo de afectados y familiares tiende a ir in crescendo. Más aún si tenemos en cuenta la pérdida de poder adquisitivo de las pensiones, principal fuente de financiación personal de servicios residenciales, de asistencia... y es que, si a mayor edad, más posibilidades de llegar a ser dependientes y menor poder adquisitivo, las cuentas son difíciles de cuadrar.
En resumidas cuentas, existe una necesidad que debe cubrirse convenientemente para garantizar la calidad de vida de las personas dependientes, pero el Estado sólo puede acercarse, que no garantizar, a las cuestiones más básicas. Más aún: una persona a la que la situación de dependencia le coja por sorpresa tampoco podrá llegar más allá.
Por este motivo, en primer lugar, se hace imprescindible ser previsor, concienciarse de que es necesario cubrirse las espaldas de cara al futuro: cada vez vivimos más años, habrá más personas dependientes y el sistema se verá obligado a repartir los recursos entre una mayor población. Hacerse a la idea de este aspecto supone un importante avance, ya que posibilita, más que reaccionar a tiempo, anticiparse para garantizar el futuro.
En este contexto comienza a asomar la cabeza, tímidamente, el seguro de Dependencia. Se trata de una herramienta de previsión privada que permite hacer frente al incremento de gastos derivado de las dificultades que se le presentan a una persona para poder valerse por sí misma al 100%. No sólo eso, sino que además permite hacerlo sin necesidad de que suponga un varapalo económico para el dependiente, ni a la hora de ahorrar antes de que se dé la situación de dependencia (en el mejor de lo casos), ni si, por el contrario, dicha situación ha llegado sin ser prevista.
Sin embargo, el despegue de este tipo de productos ha sido más lento de lo esperado. Las aseguradoras asumen un riesgo importante con la cobertura de la dependencia, entre otras razones porque el Estado no ha definido las cuantías de copago de los diferentes servicios en esta materia. Aún así, algunas compañías están reforzando su oferta en este campo con productos competitivos en lo que respecta a las edades de contratación y cobertura, la cuantía de las primas y el tipo de prestación. Éstos son los factores más destacados a tener en cuenta a la hora de contratar un seguro de Dependencia, y de su adecuada combinación también depende que el producto ofrezca una protección real.
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