A veces el remedio puede ser peor que la enfermedad. Los resfriados en verano son un ejemplo típico. En un intento de evitar el calor, nos movemos de aire acondicionado en aire acondicionado y, para colmo, con intervalos de mucho calor al salir a la calle o a zonas no acondicionadas. Salimos a la calle y nos subimos al coche o a un autobús con aire acondicionado; volvemos a salir al calor callejero; entramos en el cine y pasamos dos horas bajo un aire acondicionado intenso; salimos de nuevo a la calle; entramos en un bar con aire acondicionado y salimos de nuevo a la calle y vamos de vuelta al coche o transporte público para regresar a casa… al aire acondicionado.
Este ejemplo de una tarde de verano cualquiera contiene dos de los peores enemigos de nuestra garganta: el frío intenso y los cambios de temperatura. Ambos han de ser evitados, junto a los entornos muy secos, algo que los aires acondicionados también contribuyen a crear.
Los aires acondicionados deberían mantener la temperatura entre los 22 y 24 grados para no afectar a nuestras gargantas, lo que también contribuye a conservar energía. Beber abundante líquido (del tiempo, no helado) también ayuda a mantener la garganta húmeda y el cuerpo hidratado; el alcohol y el tabaco tienen el efecto contrario, además de irritar la garganta. Cubrirnos el cuello en entornos demasiado fríos puede salvarlo. Si, además, cogemos la costumbre de respirar por la nariz y de tomar fruta (vitaminas), estaremos perfectamente preparados para evitar un molesto resfriado veraniego. A modo de curiosidad, y aunque tengamos muchas ganas, dormir destapados o desnudos no es una buena idea: las temperaturas bajan a lo largo de la noche, aún en el infierno castellano más ardiente, y podemos despertarnos ya enfermos.
Si hemos tenido mala suerte y ya hemos caído, los remedios son de sobra conocidos: cubrirse la garganta, mucho líquido y leche con miel o limón. Y, claro, si vemos que empeora, es importante ir al médico.
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